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El penúltimo rezo

603607_759465451Tomás recorría el pasillo que le llevaba hacia su celda. Lo hacía en silencio, con la mirada fija en el suelo. Recitaba en susurros inaudibles, rezaba que el cuatro de noviembre sería su penúltimo rezo. Al llegar a la puerta de su celda, empujó hacia dentro y entró, oyéndola golpear al cerrarse tras de sí. Podía oler su sexo.
No debería haber fornicado con Cristiana, pero lo hizo. Fue hace trece semanas en aquella misma celda, sobre las losas del suelo. Y fue la primera vez que sintió el pecado de la lujuria y la primera vez que conoció el placer que todo hombre siente dentro de una mujer. Gimió cabalgando sobre sus caderas, mientras ella le miraba a él los ojos y abrazaba sus nalgas con las piernas, empujándole hacia ella con fuerza. Su miembro se sumergía en la calidez que Cristiana le abría entre los muslos. Tomás no se atrevía a mirar el cuerpo que se le ofrecía. Su mente estaba poseída por su cuerpo inexperto y volcado en una nueva experiencia, que anhelaba el éxtasis cada vez más, con más y más vehemencia. Solo se atrevía a rozar sus labios y mirar aquellos ojos almendrados de color castaño que le observaban con firmeza mientras respiraba el aliento entrecortado de ella. Entrando y saliendo de ella. Una y otra vez. Deslizando dentro de ella. Una y otra vez. Con un ritmo cada vez más marcado, más rápido, como el de los timbales anunciando un final. Tomás notó como sus brazos y sus muslos se ponían rígidos sobre el tierno cuerpo de Cristiana. Su ser necesitaba el alivio del fuerte temblor que le iba a agitar; el clímax… y la culpa.
Aquella misma noche ceno poco, y durmió menos. Su catre, testigo mudo de su acto, podía notar como la consciencia le removía envenenándole las entrañas y haciéndole enfermar las vísceras. Tomás sabía que era un castigo del Señor: la lujuria, la mentira, el placer… imposible que el Señor le perdonara. Tenía que ser un castigo del señor, el hijo y el espíritu santo. Fornicar había contristado el espíritu del Señor. Y ni siquiera se había confesado aun. ¿Cómo iba a hacerlo si estaba enfermo? Apenas había tenido tiempo de siquiera pensar en lo sucedido. Su sangre aun ardía del deseo. Sus hermanos habían acudido a él para cuidarlo tan pronto oyeron sus delirios, y le velaron durante los tres días y las tres noches siguientes, mostrándole cariño y ternura. A pesar de haberlo alimentando con caldos nutritivos a base de menudillos de pollo, judías verdes y patatas nuevas del huerto, no mejoraba. El más versado de los hermanos le puso cataplasmas sobre el estómago y le preparó brebajes con las propiedades ancestrales que ofrecían las hierbas nacidas en laderas mágicas del volcán, pero tampoco hubo cambios. Fueron largas horas con grandes calenturas durante el día y durante la noche, con delirios y palabras soeces borboteando con rabia de la boca de Tomás, palabras casi satánicas. “Sin duda por causa de la fiebre”, se dijeron unos a otros con la mirada. Porqué hablar no podían. Lo impedía el voto de silencio. Pero Tomás, en sus breves momentos de lucidez sabía bien qué ocurría y, por fortuna para su vida, el Abad Fernando también.

Fue precisamente el Abad Fernando quien durante la cena del tercer día rompió el voto de silencio ante la sorpresa de todos, disculpándose por ello y con motivo de la gravedad de la enfermedad del más joven de los hermanos. Debía explicar a los congregados ante la mesa bendecida por los alimentos que era apremiante ir en busca de los conocimientos y consejo del médico de Figueres. A la mañana siguiente se dispondría lo necesario para que todos ellos, excepto él y el hermano Octavio, se dirigieran al pueblo en una travesía de dos días en la ida y dos días en la vuelta. Mientras estuvieran ausentes, el hermano Octavio requeriría a la madre de Cristiana su permiso para que la moza viniera a ayudarles en las labores de la cocina y del cuidado del enfermo mientras él mismo, con la ayuda del hermano Octavio se hacían cargo del huerto y de los animales. Haría falta ayuda en el Monasterio.

Y así ocurrió. Hacia las diez de la mañana siguiente, con un cielo tapado por nubes gracias a la tregua de la tramontana, el Abad Fernando vio a Cristiana en el camino, siguiendo al hermano Octavio a una distancia que su juventud y raza imponía sobre los hombros de la muchacha. Su cabeza iba erguida, y el pelo rubio recogido debajo del pañuelo.

Mientras echaba el grano a las gallinas, el padre Fernando vio entrar a Octavio en el Monasterio, seguido a cierta distancia por Cristiana. Era tan parecida a su madre…

Israel Conejero (c) 2008

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